04/oct
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ITÁLICA, EL REENCUENTRO

Rosalía Gómez compartió con todos nosotros sus recuerdos, atesorados desde 1982, sobre el Festival de Itálica. Lo hizo en el catálogo que contenía la programación de la edición del año 2009 con un texto que reproducimos en su totalidad a continuación.

Al margen de cualquier análisis crítico, el Festival de Itálica ha supuesto una experiencia fundamental para todos los que amamos la danza -no puedo ni quiero ponerme aquí en la piel de otros- y éramos jóvenes en los años en que ésta se enseñoreó de sus ruinas y se mantuvo tan unida a ellas que hoy, cuando buscamos en nuestra memoria las evoluciones, siempre huidizas, de aquellos artistas, de aquellas coreografías que nos sobrecogieron, no podemos separarlas del espacio, la temperatura y el espíritu que las rodearon. Situar la danza entre el cielo y los restos de dos mil años de historia supone, por un lado, luchar contra lo efímero de su esencia y, por otro, como pretendía el arquitecto Juan Ruesga al diseñar las primeras estructuras, unir a público y artistas en una experiencia común.

Mi primer recuerdo de Itálca como escenario se remonta a 1982, a una calurosa noche de junio en que, a la vuelta de un viaje, me detuve a escuchar a Beethoven -lo interpretaban 130 músicos de la Orquesta de Leningrado- bajo las estrellas que cubrían la ciudad silente. A partir de ese momento volví cuantas veces pude. A ver teatro -el Edipo rey de José Luis Gómez, el hombre de la flor en la boca de Vittorio Gassam, entre otros- y, sobre todo, a partir de la especialización del Festival en 1988, a ver toda esa danza que, por falta de espacios y por otras personas, tuve la posibilidad de encontrarme con los grandes mitos de la danza moderna americana —Alwin Nikolais, Trisha Brown…—, eslabones fundamentales para comprender las corrientes actuales, y con las grandes compañías europeas, desde el Ballet de la Ópera de París al Cullberg Ballet o al Nederlands Dance Theater, que llegó en 1988 con un joven llamado Nacho Duato, al que tuve la suerte de entrevistar para El Público, la añorada revista en la que por entonces trabajaba -y que el propio Ministerio eliminó de forma irracional en 1992- y que nos encantó literalmente con su pieza Arenal, arropada en la voz cálida de Mª del Mar Bonet. Junto a ellos también recuerdo a las grandes compañías españolas de la época, como Bocanada Danza, en cuyas filas descubrí talentos como los de Mª José Ribot o Teresa Nieto.

Así, hasta 1992, se fue engrandeciendo un Festival rico y valiente que supo recoger, sin juzgarlas, todas las tendencias dancísticas del momento. Y lo hizo con una coherencia que hemos echado tanto de menos en los últimos años como el espacio que las albergó. Por ello, todos esperamos ilusionados que vuelva el Festival de Itálica para conquistar de nuevo su sitio en el actual mapa cultural de Sevilla. Sobre todo, para seguir encontrándonos y compartir veladas inolvidables.

Rosalía Gómez
Escritora y crítica de Danza de Diario de Sevilla.

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