13/sep
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Juan González de la Gran Venta Itálica nos descubre los secretos del Festival en sus inicios

En una —por fin— fresca mañana de agosto visitamos la parte alta de Santiponce para charlar con Juan González Ortiz, que regenta la popular Gran Venta Itálica. Nos lo encontramos tomando plácidamente su desayuno bajo las parras del agradable velador que tiene instalado en el exterior. Mientras repasa la prensa del día, saluda animadamente a sus convecinos y bromea con ellos.  A pocos metros, cruzando la antigua carretera a Mérida, comienzan a llegar los primeros visitantes de las Ruinas Romanas de Itálica. Antes o después pasarán por la venta para consumir algún refrigerio, probablemente sin conocer la historia que alberga este establecimiento fundado alrededor de 1860 e íntimamente ligado a la del Festival Internacional de Danza de Itálica.

La sorpresa llega con la primera historia que nos cuenta Juan. Su bisabuelo, de origen gaditano, se encargaba de transportar a las mujeres presas que acabarían entre los muros del Enclave Monumental de de San Isidoro del Campo, usado como cárcel femenina durante un corto periodo de tiempo. Su relación con el municipio de Santiponce se consolidó con estos constantes viajes y con un hecho artístico: acabó convirtiéndose en el organista del monasterio. En este excepcional espacio patrimonial, actualmente recuperado como escenario por el Festival de Itálica, yacen los restos del bisabuelo de Juan.

Ya forjada esta saga familiar, los bisabuelos de nuestro protagonista van levantando piedra a piedra lo que originalmente sería una casa de postas, estratégicamente situada como entrada a Sevilla para los transportistas, comerciantes y viajantes que venían desde Extremadura o Aracena. Una construcción por aquel entonces aislada y rodeada por una amplia extensión de olivos. Aunque con una particularidad, las excepcionales ruinas romanas vecinas —custodiadas por la única presencia de un guardés— a las que se podía acceder sin casi ningún tipo de obstáculo físico.

Juan recuerda desde que tiene memoria la visita de turistas —que se desplazaban en una primera etapa en carruajes y caballos— para contemplar las ruinas romanas. Y en especial, mientras sus padres ya dirigían el negocio, el lunes santo como tradicional jornada de mayor ajetreo. También las ruinas como espacio de juego. O el antiguo museo romano como refugio más seguro ante la crecida de un río que amenazaba con anegar la venta donde vivían.

En los años 80, comenzaron a llegar otra serie de peculiares personajes. Entre ellos, un Plácido Domingo en pleno rodaje de la película Carmen, cuyo director eligió nuestra pintoresca venta como escenario para alguna de sus escenas. El equipo técnico y artístico de filmación aprovechó para degustar entre plano y plano las especialidades de la casa. Desde entonces, el tenor madrileño no dejó de visitar a Venancio —Juan nos muestra con orgullo una foto de su padre vestido de bandolero como figuración— en cada una de sus visitas a Sevilla para saludar a la familia y degustar «el arroz a la cazuela caldoso que se come aquí en Sevilla y en Andalucía».

Desde 1981 y cada año, el personal de la Gran Venta Itálica se convirtió en una pieza fundamental del Festival de Itálica cuando éste aún  incluía danza y teatro en su programación. Su cercanía al Anfiteatro Romano la hacía perfecta para las comidas, cafés y bocadillos del personal técnico. Y por su puesto para las tardías cenas de los artistas una vez finalizada cada función: «a la gente cuando le traen comida de verdad, comen. Los artistas no andan enredando, comen de verdad. Por su puesto les gustaba el jamón, el morcón, el queso… en fin.. un par de huevos fritos con patatas y chorizo.» Imagínense a personalidades y compañías como el Ballet de Víctor Ullate, el National Dans Theater,  a Vitorio Gassman o al Ballet Nacional de Cuba con Alicia Alonso cenando relajadamente bajo el parral de la venta.

«Nacho Duato era una bellísima persona y un tío competente. Y eso que cuando vino era un niño«. El nombre del afamado bailarín y coreógrafo sale casi sin preguntar cuando Juan recuerda con cariño aquello tiempos. También asiduo era el personal técnico: «son las personas que más tiempo estaban, entre cuatro y diez días antes montando los espectáculos y cuatro o seis días después desmontando». Paradójicamente y debido a este ingente trabajo, Juan no pudo asistir a ningún espectáculo, con lo que sus recuerdos se basan en caras, nombres y la cercanía en el trato con las personas. Aunque entre encargo y encargo presenció más de un montaje y cómo se levantaba el escenario sobre el foso del anfiteatro o se instalaban los camerinos aprovechando el entramado de galerías: «aquello era extraordinario, muy bonito».

Terminamos nuestra visita con un paseo por los dos comedores de la venta —el más amplio de ellos lo ocupaban antiguamente las caballerizas y las habitaciones para los huéspedes—, repletos de fotos de personalidades artísticas, otras anónimas y de curiosas imágenes de época de la venta y sus alrededores. Juan nos cuenta más historias y detalles, aunque nos dice, con una sonrisa pícara y cierto aire misterioso, que otras tantas se las queda para él. Como remate, posa orgulloso en su rincón dedicado a los carteles del Festival de Itálica, no sin antes expresar una pequeña queja: «venían los artistas y me pedían los carteles, así que me faltan muchos».

 

 

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